La vida es igual a un gran glaciar. Se renueva constantemente, se alimenta de las nieves nuevas y cuando agota su curso, cae a las corrientes; pero solo para dar nueva vida a las aguas que lo albergan. Sin esos copos de nieve que caen, que son las experiencias que vivimos, el glaciar no crece y no puede llevar al lago aguas prístinas y limpias que lo mantienen vivo.
Todo empezó camino a Buenos Aires. Capital del país más al sur de América. Salimos un 2 de julio y recién en el aeropuerto, la magia se fue compactando, sobre la base de las expectativas que teníamos de este viaje.
Un avión siempre implica una aventura. Así sea un viaje de negocios, o de placer, esas alas de metal nos anuncian un cambio de la rutina. Nos dicen (en este caso muy en particular), que nos espera una cultura diferente, comidas sabrosas, exquisitos vinos, música fascinante. Guías que cantan sus canciones favoritas y otros que conversan hasta más no poder; también conductores diestros en la nieve, y compañeros entrañables de viajes, con quienes compartimos más que un propósito.
Comienzan las fotos, las conversaciones, las esperas en las salas hasta que llaman el número de nuestro vuelo. Cada uno entra al ave de acero, y busca su asiento, trata de acomodarse y respira profundo, relaja su cuerpo y cierra los ojos, soñando con los días que vendrán. Primero: Panamá (parada obligatoria). Luego volar 6 horas más hasta llegar a Argentina.
Nos reciben sorprendidos. Mezclados todos, extranjeros. Se quedan mirándonos porque venimos vestidos iguales, los hombres con el mismo sombrero, y preguntan por el responsable del viaje. La vieja de migración no comprende que 25 personas vengan juntas, de República Dominicana, invitados por una compañía. Toma todos los datos, hace varias anotaciones, pregunta quién es la persona con pasaporte diplomático, pregunta que si todos somos empleados. Aparte de las confirmaciones y copias de los boletos electrónicos, lo único oficial que tengo de la empresa son 9 copias de una carta, que envía el señor jefe, dándoles la bienvenida a Argentina, a sus invitados. La señora de Migración quiere que le deje esa copia, y le digo que no, porque cada cliente tiene que hallar esa carta en su habitación al llegar al hotel esta noche.
Pasamos esa. El equipaje sale rápido, y afuera está Claudia esperándonos. No es porteña, se desborda en atenciones. Hace su trabajo pensando no como un proveedor, sino como uno más de los clientes. Necesitamos agua al salir, y me ven cara de loca cuando tomo casi todas las botellitas del exhibidor. Preparada al fin, las entro en un bulto que tengo a mano, y al pagarlas, regresa Claudia con su empatía, y me las toma todas de las manos (apenas han pasado tres minutos después de conocernos), y empezamos a repartirlas cuando ya los clientes están sentados en el bus blanco que nos fue a recoger.
Decidimos cenar primero. Excelente, porque así me dio tiempo de enviar las cartas al hotel, para que cada persona hallara una por debajo de su puerta. También cumplía años Sari, la hija del Sr. Mora. Cantamos cumpleaños, después de nuestra primera cena de asados, y nuestra primera botella de Malbec. Cantamos varias veces y les tomamos muchas fotos. Ella aparentaba estar feliz.
Llegamos al hotel y el porteño con su parsimonia, quizás sin percatarse de que era la una de la mañana, y de que estábamos cansados, hacía que cada cliente pusiera su domicilio y firmara un papelito, antes de entregarle la llave de la habitación asignada. Estuvimos en el aeropuerto de origen, desde las seis de la mañana, pero la alegría y la buena disposición eran más fuertes que el cansancio. Además de que nos esperaba una rica cama cinco estrellas, y un baño caliente más que tibio.
La temperatura de la ciudad rondaba los 8 grados. Suficientes para congelarme.
La cita al día siguiente fue a las 10 de la mañana. Nunca llegamos a salir a la hora que conveníamos, por lo que siempre anduvimos tarde. Pero ¡qué bien!, ¿retrasados para qué?
Dimos vueltas por todo lo lindo de la ciudad. Tiendas de fábricas de pieles, donde nos probamos los modelos más recientes. Muchos compraron sus cueros favoritos. Otros conversamos interminablemente sobre los precios, sobre las tallas, sobre que el material genuino no se inflama, se calienta, pero no se prende en fuego al pegarle la llama de un encendedor. La joven nos dijo que había que limpiar las chaquetas con líquido para maderas, y que tendríamos una pieza por años. Alguno no se percató de que le quedaba chica, otro de que no podía entrar la manga en aceite o vinagre del que estaba sobre la mesa mientras comía, porque se quedaría percudida, también para siempre. Pero el excelente servicio de estos comercios, resolvieron todo. Cambiaron la manga manchada y soltaron un poco los talles. Todos quedaron felices.
Visitamos la 9 de Julio, la acordonada Casa Rosada en cuyos alrededores las protestas nunca faltan, el legendario Caminito. Oh Caminito de mis sueños… Tomamos café de la abuela al cruzar la avenida, para llegar al ómnibus (pensando en Cortázar).
Luego del almuerzo en el restaurante italiano: Pura Tierra. Explicaciones y recetas precolombinas. Sabores muy extraños, de papas negras, maíces gigantes y blancos, zapallos, ajíes, especias. Empanadas… increíblemente, para luego ir a cenar. Quizás fue en Puerto Madero, ahora no recuerdo.
Al otro día, bien temprano, salimos a la Estancia Susana, donde Cirilo nos esperó para nuestra Fiesta Gaucha. Llovía mucho. La llanura preciosa, pero las actividades al aire libre quedaron canceladas. El caricaturista nos delineó a todos, y nos entretuvimos mucho rato, mirando las destrezas de este dibujante. Tras las empanadas, las ensaladas, el vino y el asado: una señora cantando, una pareja bailado, y Cirilo y Beltrán se adueñaron del espectáculo. Con nuestra alegría, contagiamos a los demás visitantes y al final todos terminamos riéndonos con nuestras propias ocurrencias.
En la siguiente mañana, el sol brillaba como nunca. El día, y el frio de Julio, nos invitaban a disfrutar esta parte de Argentina. Fuimos a navegar por el delta del Tigre. Vimos las hermosas casitas y la extraña forma de vida que, para mí, sería más que vivir así siempre, una fórmula perfecta para las vacaciones o los fines de semana. Pero no: todo está coordinado. El bote que lleva a los niños a la escuela, el bote que sirve de supermercado a los habitantes, hasta el bote recoge la basura. Cuando terminamos de caminar, fuimos a un mercadito de frutas y verduras. Había también muchos adornos y madera tallada sin terminar.
Almorzamos en La Ventana. Muy rica la comida. Pastas, carnes, pollo, Malbec y postres. Subimos las escaleras, y ahí estaba el gran salón para el Tango. Los profesores dispuestos y contentos nos enseñaron los pasos básicos, y todos repitiendo, detrás de ellos, lo que veíamos. Los esposos tenían ventaja sobre los demás, porque se apretaban fuerte (como el baile manda) y hasta se besaban en la boca al terminar un paso. Los que estaban solos, se aprovechaban para bailar con distintas personas.
En la noche, cena italiana en Sorrento Recova. Finísimas pastas y algunos pescados, hasta paellas y mariscadas. Algunos tragos y regresamos cansados a las camas.
Luego tuvimos que madrugar. La noche anterior cenamos en el hotel para descansar algo, pero luego había que estar a las 4, con las maletas listas en la recepción, para tomar el bus, para llegar al aeropuerto, para tomar el avión hasta El Calafate. Tres horas de vuelo hacia el Sur. Frío. Inmenso. El Lago Argentino.
Aquel pueblo al que llegamos, pensándolo bien, no podía haber existido hace 15 años. No había siquiera aeropuerto en las cercanías en aquel entonces. El Perito Moreno, y los otros glaciares, casi no se visitaban. Pero la gente empezó a venir. Más y más. Construyeron el aeropuerto (creo que Kitchner, si es que las obras se les atribuyen a los presidentes), hoteles, restaurantes, pero en realidad el pueblo es diminuto. En invierno parece un set para películas (imagino que en las otras estaciones también). Se puede cruzar caminando en minutos. Pero es hermoso. La nieve ocupa todo. Montañas, la orilla del lago congelada, témpanos de hielo azul navegando.
Glaciarium: museo del hielo. (Haciendo caso omiso de las indicaciones del guía, habitante del lugar y conocedor de los alrededores, uno de ellos pisó sobre el hielo, justo como nos habían indicado que no lo hiciéramos. Te puedes imaginar el resultado… una rodilla lastimada y ayuda para brincar, porque ya no camina, aunque fueran solo tres metros.) En este lugar, comprendimos un poco de la grandeza e importancia de los glaciares. De la majestuosidad y respeto que proyectan. También participamos de una fiesta, durante media hora, dentro de una nevera revestida de hielo glaciar. Todo era hielo. Los pisos, el techo, las paredes, los asientos, las mesas y hasta los vasos en que servían los tragos. ‘My best vodka tonic ever’.
La mañana siguiente, temperatura -9 grados centígrados, navegar cerca de las paredes del Perito Moreno: indescriptible. Es una osadía tratar de explicar la grandeza de esta masa imponente de hielo viejo. De un color azul inexplicable, compacto porque no tiene aire en su formación, es hielo puro. Denso. Alto. Ancho. Con una superficie sorprendentemente irregular. Tratar de caminarla sería la mayor aventura que alguien pudiera vivir. Te diría que es un planeta pequeño, dentro de la Tierra. Estoy segura de que no se ha podido explorar completo, a pesar de estar ahí, aparentemente inmóvil. Estoy segura de que los científicos cada día aprenden algo nuevo al toparse con una de sus estructuras. Estoy segura de que guarda los más sorprendentes secretos de nuestra naturaleza: es cómplice de ella.
Nada, regresamos a Buenos Aires. Tres horas de vuelo hacia el norte. Salimos a cenar, a ver un show de tango, que la primera vez que lo vi me dejó completamente impresionada; quizás más porque yo era impresionable. Pero en efecto, es bello ver la pasión, la tristeza, y la melancolía con que los bailarines profesionales expresan sus pasos.